Fuimos a Nueva York –olvidé lo que pasó, excepto que eran
dos chicas de color− pero las chicas no estaban; se suponía que íbamos a
encontrarnos con ellas para cenar y no aparecieron. Fuimos hasta el
aparcamiento donde Dean tenía unas cuantas cosas que hacer –cambiarse de ropa
en un cobertizo trasero y peinarse un poco ante un espejo roto, y cosas así− y
a continuación nos las piramos. Y ésa fue la noche en que Dean conoció a Carlo
Marx. Y cuando Dean conoció a Carlo Marx pasó algo tremendo. Eran dos mentes
agudas y se adaptaron el uno al otro como el guante a la mano. Dos ojos
penetrantes se miraron en dos ojos penetrantes: el tipo santo de mente
resplandeciente, y el tipo melancólico y poético de mente sombría que es Carlo
Marx. Desde ese momento vi muy poco a Dean, y me molestó un poco, además. Sus
energías se habían encontrado; comparado con ellos yo era un retrasado mental,
no conseguía seguirles. Todo el loco torbellino de todo lo que iba a pasar
empezó entonces; aquel torbellino que mezclaría a todos mis amigos y a todo lo
que quedaba de mi familia en una gran nube de polvo sobre la Noche Americana.
Carlo le habló del viejo Bull Lee, de Elmer Hassel, de Jane: Lee estaba en
Texas cultivando yerba, Hassel, en la cárcel de isla de Riker, Jane perdida por
Times Square en una alucinación de benzedrina, con hijita en los brazos y
terminando en Bellevue. Y Dean le habló a Carlo de gente desconocida del Oeste
como Tommy Snark, el tiburón de pata de palo de los billares, tahúr y maricón
sagrado. Le habló de Roy Johnson, del gran Ed Dunkel, de sus troncos de la
niñez, sus amigos de la calle, de sus innumerables chicas y de las orgías y las
películas pornográficas, de sus héroes, heroínas y aventuras. Corrían calle
abajo juntos, entendiéndolo todo del modo en que lo hacían aquellos primeros
días, y que más tarde sería más triste y perceptivo y tenue. Pero entonces
bailaban por las calles como peonzas enloquecidas, y yo vacilaba tras ellos
como he estado haciendo toda mi vida mientras sigo a la gente que me interesa,
porque la única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está
loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo
tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde,
arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las
estrellas y entonces se ve estallar una luz azul y todo el mundo suelta un “¡Ahhh!”.
¿Cómo se llamaban estos jóvenes en la Alemania de Goethe? Se dedicaban
exclusivamente a aprender a escribir, como le pasaba a Carlo, y lo primero que
pasó era que Dean le atacaba con su enorme alma rebosando amor como únicamente
es capaz de tener un convicto.
Jack Kerouac, On the road, 1951.